No se nos educa para que aprendamos a preguntar. Se nos educa para que
aprendamos a responder. El mal llamado sentido común suele confundir el saber
con lo que ya no encierra problemas y la verdad con lo invulnerable a la duda.
Es que, usualmente, la pregunta sólo vale como mediación que debe
conducir, cuanto antes, al buen puerto de una respuesta cabal. Allí, entre sus
sólidas escolleras, se le exige naufragar al desasosiego sembrado por la
pregunta.
Como se ve, preguntas y respuestas tienen, entre nosotros, no apenas un
valor convencionalmente complementario sino también íntimamente antagónico. Y
en tren de sincerarnos, habrá que reconocer que nos cautivan mucho más las
respuestas que las preguntas. Ello es fácil de explicar: mientras las primeras
siembran inquietud, las segundas si no reconfortan, al menos clarifican y
ordenan. Pero por lo mismo que están llamadas a apaciguar la incertidumbre, las
respuestas suelen ser más requeridas que encontradas y su aparente profusión, en
consecuencia, resulta más ilusoria que real. Y en un mundo que cree disponer de
más respuestas de las que efectivamente tiene, preguntar se vuelve imperioso
para poner al desnudo el hondo grado de simulación y jactancia con el que él
vive. Tan imperioso, diría yo, como peligroso. Exhibir sin atenuantes nuestra
indigencia en términos de saber no suele ser una iniciativa que coseche
demasiadas simpatías. Occidente, no menos contradictorio en esto que en otras
cosas, quiso perpetuar la memoria del hombre que encarnó como nadie la pasión
de preguntar y el don de sostenerse con entereza en el riesgo de lo que
preguntar implica. Pero Sócrates fue condenado a muerte por la misma cultura
que lo enalteció. Su recuerdo, por lo tanto, resulta tan estimulante como preventivo.
No hay sistema autoritario que no asiente el despliegue de en su
intolerancia de la primacía de las respuestas sobre las preguntas, en la
presunción, respaldada a punta de bayoneta, de que el saber (que por lo general
representa como El saber) tiene al sujeto por depositario pasivo y no por
interprete activo.
Asimismo, es tan interesante como descorazonador verificar que, en su
mayoría, los políticos tienden a excluir las preguntas del arsenal retórico en
que nutren su elocuencia. Están persuadidos de que les irá mejor si se las
ingenian para responder antes que para preguntar. Ello supone que las
preguntas, explicitas o no, corren por cuenta del electorado insatisfecho, con
lo cual quedan definitivamente asociadas a lo que debe superarse y no a lo que
debiera ser recuperado.
Decididamente, preguntar no es prestigioso. Puede, sí, resultar
circunstancialmente tolerable, sobre todo en boca de los niños. En especial
entre los tres y los diez años, los chicos suelen hacerse cargo de cuestiones
cuya densidad poética y filosófica rebasa con holgura eso que un tanto
precipitadamente, llamamos nuestra madurez. Así es como, en su mayoría, quienes
divulgan en reuniones sociales las ¨ocurrencias¨ de sus hijos, tienden a
etiquetar como ingenioso a lo bello o como expresión de inocencia a lo que
traduce el más radical de los cuestionamientos.
Los niños preguntan en serio. ¿Qué significa eso? Significa que, al
igual que contadísimos adultos, se atreven a quedar a la intemperie, a soportar
los enigmas impuestos por una realidad que, rompiendo su cascarón de
mansedumbre aparente, se planta ante ellos revulsiva, irreductible, misteriosa
y desafiante.
Los niños no preguntan porque no sepan. Preguntan porque el saber
aparente, ese velo anestesiante que años después habrá de envolverlos, aún no
ha logrado insensibilizarlos. Es que los niños están constituidos por un tejido
espiritual que mientras rige no es permeable a la función soporífera que se le
adjudica al conocimiento bajo el nombre de educación. Los niños están aún más
acá del saber. Lo demuestran al hacerse cargo, personalmente, de la
responsabilidad de preguntar. Y aquí arribamos adonde más nos importa.
¿Quién pregunta de verdad? ¿Acaso aquel que ignora lo que otros
supuestamente saben? ¿Pregunta quizás quien no cuenta con las respuestas de las
que otros, más afortunados, si dispondrían? No lo creo. Preguntar no es carecer
de información existente. Nada pregunta quien supone construida la respuesta
que él busca. Si la pregunta va en pos de una respuesta preexistente será hija
de la ignorancia y no de la sabiduría. Las autenticas preguntas, tan inusuales
como decisivas, son aquellas que se desvelan por dar vida algo que todavía no
la tiene, aquellas que aspiran a aferrar lo que por el momento es inasible, aquellas
que se inquietan por constituir el conocimiento en lugar de adquirirlo hecho.
Sí, preguntar es atreverse a saber lo que todavía no se sabe. Lo que
todavía nadie sabe. Preguntar es animarse a cargar con la soledad creadora de
aquel viajero que inmortalizó Machado: ¨Caminante no hay camino, se hace camino
al andar¨. Es que las preguntas serán siempre empecinadamente personales o no
serán auténticamente preguntas. Preguntar no es andar por ahí formulando
interrogantes sino sumergirse de cuerpo entero en una experiencia vertiginosa.
Las preguntas, si lo son, abarcan la identidad de quien las plantea,
incluso cuando no resulten en sentido estricto, preguntas autobiográficas.
Precisamente, debido a ese férreo carácter personal e intransferible de la pregunta
es decir, en virtud de su sello de instancia indelegable en la respuesta
requerida no puede estar constituida con antelación a ese preguntar. Sócrates
no dispone de las respuestas que busca en su interlocutor. No puede disponer de
ellas si de verdad pregunta. Ellas solo han de ser creación de quien se anime a
forjarlas. Cada Cual debe responder a su manera, así como no puede sino
preguntar a su manera.
En el auténtico preguntar zozobra la certeza, el mundo pierde pie su
orden se tambalea y la intensidad de lo polémico y conflictivo vuelve a cobrar
preponderancia sobre la armonía de toda síntesis alcanzada y el manso
equilibrio de lo ya configurado.
Cuenta Joan Corominas en su cautivante diccionario que la expresión
latina percontari, de la cual proviene nuestro pregunta, se vio alterada, en su
proceso de cambio hacia la lengua castellana por el verbo de uso vulgar
praecunctare, derivado de cunctari, que significa dudar o vacilar. La
referencia etimológica gana todo su peso si se advierte que percontari
enfatiza, en el acto de preguntar, la decisión de conocer o buscar algo que se
sabe oculto o disimulado.
En cambio, praecuntare subraya la incertidumbre, el tantear a ciegas que
se adueña de aquel que pregunta. Y, efectivamente, en el acto de preguntar la
realidad reconquista aquel semblante ambiguo, penumbroso, que la respuesta
clausura y niega. Después de todo, respuesta proviene de responsio y responso
es la oración dedicada a los difuntos, es decir, con criterio más amplio, a lo
que ha dejado de vivir.
Santiago Kovadloff, ¨La nueva ignorancia¨
(extractado de la web).
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